Cuando
las palmeras se mecen con el viento es porque San Caralampio está soplando.
Pero eso es cuando está de buenas; cuando está enojado como ahora, el sol se
desploma violento y hace reverberar la tierra. Ninguna hoja de los árboles se
mueve y solo nuestro propio jadeo nos convence de que el mundo todavía no se ha
quedado sin aire. Estamos chorreando sudor bajo la capa de satín rojo y el
tremendo calor nos marea a veces. Pero no hemos parado. Sabemos desde siempre
que ésta es la mejor hora para danzarle a San Caralampio y conseguir su favor.
Mis tres compadres bailan en el centro del atrio en tanto yo los miro. Mientras
refuerzo la correa del huarache, siento el peso del penacho en la cabeza y las
sienes me palpitan como si el crac crac de los huesillos de monjes que llevo en
los tobillos se me hubiera subido a la mollera.
El
que toca la chirimía es José Juan y viene buscando la gracia de que le espanten
al Sombrerón que ha tomado querencia en sus posesiones. De principio no le
creíamos y pensábamos que nos estaba tanteando con esa historia tan vieja. La
verdad es que está asustado. Sin motivo digo yo, porque según las consejas, el
Sombrerón es producto de un momento desventurado en que la madre lo maldijo
cuando una vez, borracho, aquél la golpeó. Desde entonces vaga por los campos
montado en un caballo y con un gran sombrero negro sin encontrar la paz. Pero
dicen que no hace daño; más bien es malero, travieso, hace dagas: espanta el
ganado, trenza las crines de los caballos, los hace correr, cuca a los perros,
tumba los monos de maíz. Es lo único que lo protege contra el mal de que el
corazón se le despelleje por su canallada. A veces se esconde entre las grutas
y dura mucho tiempo soterrando, hasta que la comezón de la impaciencia lo
obliga a salir y vuelve a las andadas. Por eso José Juan silba y brincotea con
tanto fervor, por ver si logra que le destierre.
El
de aquel lado es Tino, nadie le quita de la cabeza que la culpa de lo que
sucede es porque hace dos años no quiso cooperar para que un fuereño, de paso por
el pueblo, completara el pasaje para pagar una manda a Talpa. Desde entonces, y
de una manera cada vez más notoria, le empezaron a aparecer en las manos unas
manchas blancas.
—Yo
digo que es jiricua; él dice que es castigo.
—No
le busques —le dije—, son cosas de la piel.
—De
la piel pura chingada; es ponzoña de avaro.
Lo
que sí, es que las machas le dan mucha vergüenza y hasta dejó de saludar de
mano a la gente para que no le vieran lo marcado. Lo más, anda con las manos en
las bolsas, y la costumbre de hacer ademanes se le está quitando. No puede
dejar de sentir que lo que toca lo ensucia de pintado y ve en las cosas manchas
que nadie más, aunque le busque, puede notar siquiera. Le ha dado por
despreciar el dinero y si uno lo visita, va pisando por los corredores monedas
que él ha tirado aquí y allá. Ahora cuando alguien habla de negocios donde se
gana mucho dinero, casi se basquea. Tal vez notó que estaba pensando en él,
porque mientras le doy la segunda vuelta a la correa, me mira fijamente sin
dejar de huarachear ni perder el ritmo de las sonajas, echándole mucha fe a la
bailada con la ilusión de que San Caralampio le dispense el desaire y le
devuelva a sus manos el color que tenían antaño a la falta.
El
que baila con más gracia es Chema Romero. Tiene un don natural para esas cosas
de caerle bien a la bien a la gente, y se le trasluce en su mirada alegre, en
su aspecto gallardo, en voz bien timbrada. Es soltador de gallos y canta en los
palenques; de él es el son que dice: “En mero Minatitlán dejé un amor encargado;
les aviso valedores pa que se anden con cuidado, no vaya a ser que regrese y me
halle el nido ocupado.” Yo digo que es el que menos apuro tiene. Lo peor ya le
pasó y fue cuando hace un mes viajó a la capital a llevar u encargo. A la
semana que volvió le daban unas calenturas que lo hacían desvariar: “La
Cococha, la Cococha”, decía. Cuando el doctor lo dejó nuevo, nos contó que un
puesto de canelas con alcohol había conocido a una tal Cococha, que es una de
las putitas de doña Mercé, y que en una noche de borrasca lo había prendido. La
penicilina lo sacó de apuros. Ahora vino a bailar con la rogativa de que la
potencia del instrumento no le merme.
Listo. Un nudo más y
sigo echándole talonazos a San Caralampio para que me cumpla el favor que le
ando pidiendo. Lo mío es fácil: nomás que muera el esposo de Lupita para poder
trovarle sin pendiente.
Serrano
Álvarez, Pablo. (1994) Colima en el
camino de la literatura. Novela, cuento y poesía (1857-1992). México:
Letras de la Republica. (75-77)
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