Creo
que nunca he sentido más calor, que al pasar un jueves santo adentro de un
vocho sobre la carretera Manzanillo –Barra de Navidad, en el tramo de Miramar. Dos
de la tarde. El tráfico circula (decir que avanza es un decir) a diez kilómetros
por hora. ¡Los hornos de Hitler!, decía mi primo Iván mientras trataba de quitarse
el sudor de la frente con los dedos, al momento, de la sien brotaban ampollas
calientes de agua y sal. Tengo la idea de que en el trópico hemos desarrollado
la habilidad para distinguir niveles o formas de calor, calorones y calenturas.
El calor es algo relativamente sencillo: un lunes a las dos de la tarde (horario
de invierno) a la espera de un camión en la carretera a La Estancia. El calorón
es otra cosa. Varía. El ardor que provoca el chile verde cuando comes caldo de
res o menudo hirviendo. Luego intentas que una servilleta absorba el sudor de
la cara y, sin querer, una semillita del chile te cae en el ojo. A esas horas,
del empedrado se levantan centímetros borrosos de aire. Adentro de uno, en
particular dentro del ojo, se está quemando Roma. El mismo término se aplica a
quien acaba de pasar un coraje o un berrinche: la adolescencia es la edad del
calorón. La calentura la ha definido una estudiante de la Facultad de Trabajo
Social, luego desapareció un mes de su casa. Durante un programa de “reality
show” dijo, explicando su embarazo: “me rapto un marciano, señor Jaime Mussán”.
Ruiz, Bernardo. (2003) Antología del calor. En Antología de la primera generación de la
Escuela de Escritores de la SOGEM Colima. Cola de cuija. México: Gobierno
del Estado de Colima/ Secretaría de Cultura. Pp. 143.
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