Chin chin el que no lo crea



Yo era oficial secretario del Ministerio Público aquel día en que llegó la ancianita a presentar una denuncia por el delito de lesiones cometido en su mismísimo agravio y en contra de su mismísima hija. La anciana llegó con un ojo moradísimo aún. Traía un hematoma en el parpado izquierdo y veía más policontundida que un chacal aplastado a mitad de carretera. La ancianita se sentó con una nalga al aire porque, según comentó, su hija le había encajado ahí, ahí mismo los incisivos caninos y creo que hasta los molares, y me duele mucho, licenciado. Y después de un llanto sentido y una moqueadita más sentida todavía, empezó a decir que su hija había llegado de Los, que se había ido desde hacía cinco años a Los y que de Los venia más loca que nunca. Luego dijo que la mera mera verdad del problema era que a su hija no le había parecido que ella estuviera viviendo con un hombre. Y después la anciana dijo que si ella vivía con hombre, y que si había tenido siete hombres con los que no había podido hacer vida, era su asunto y sus asuntos ella los arreglaba. La ancianita acepto que aun con sus setenta años de vida llena de hombres no podía acostumbrarse a vivir sola, y por eso le pidió al pobre viejito ese que aunque sea la acompañara en sus últimos días y aunque sea, también la apapachara en las noches y le diera besitos en las madrugadas. Pero como a mi hija no le pareció, licenciado, pues fíjese que ayer llegó como desenchufada del cable y mire como me dejo, ¡ah!, y todavía amenazó a mi pobre viejito indefenso diciéndole que si lo volvía a encontrar en la casa le iba arrancar uno y quizá también el otro y disque se los iba a poner de moño. Por eso es que vengo. Una vez que la denunció, se mandó a citan a la posible responsable. Y dos horas antes de la hora en que se le había citado, la hija de la ancianita llegó con la ceja levantada, la piel más morena que nunca y el cabello tiesísimo pero eso sí, con un fleco de un color entre morado verde rojo amarillo y, si uno se fijaba bien, hasta marrón. La piel pegada los huesos y los huesos seguramente con osteoporosis porque al caminar se pandeaba un mucho y hasta lo hacía despacito para no caer. El caso es que se sentó, peló los ojos, levanto orgullosísima la frente y cruzó la pierna. La mujer dijo llamarse Cenorina Juárez a Secas, porque según argumentó, desde hacía tiempo que no tenía ya madre. Luego se soltó diciendo que ella era mujer mujer y que ahora tenía buenos piensos, que incluso sabe que, licenciado, he decidido meter a mi hija a la escuela, y ya decidí tomar más que pura Coca cola. Todas las mañanas me compro mi Coca de dos litros y si acaso me llega la ansiedad de la cerveza o el tuxca, pues nomás me atraganto de Coca y me tomo mi valium para olvidar. Es más, traje ropa de Los, licenciado, pienso vender y compara y volver a vender y válgame con el negociazo, va usted a ver, local seguro, agentes vendedores, un contador de planta y unas plantas verdísimas en el recibidor de mi despacho. Paré en seco a Cenorina Juárez y, con una voz muy seca, por cierto, le dije que por qué había golpeado a su señora madre. Cenorina Juárez se volvió a soltar: pues mire, licenciado, si la señora ésa vino golpeada y dijo que yo la golpeé, entonces seguramente sí fui yo. Pero una coa si le digo: le metí nada más tres guamazos, licenciado, tres guamazos nada más pero a conciencia. (La mujer, como si trajera integrado un altavoz, siguió): y espóseme si quiere, y condéneme diez años si quiere. Y si me van a fusilar que me fusilen ahorita mismo, licenciado, pero con metralleta, ¡qué bonita muerte!, ah, ¡qué bonita muerte! Yo trate de clamar a Cenorina: señora, espérese, por favor. Pero Cenorina levantaba la ceja nomás y alzaba la frente orgullosísima. Y de un momento a otro, se levantó de la silla y se puso en posición de pie frente al escritorio, se tapó los ojos con una mascada que traía y colocó su mano derecha sobre su corazón. Estoy esperando el final, licenciado, gritó. Entonces, otra vez de un momento a otro, Cenorina cayó al suelo porque según eso una metralleta le había perforado el alma. Y me voy, licenciado, me voy. ¡Qué bonita muerte, ah, qué bonita muerte!, siguió diciendo mientras dos judiciales la sacaban de la honorable institución con los piéseses por delante. Y aun así Cenorina luchaba por su vida, y aun así, otra vez, siguieron saliendo secos sus ¡qué bonita muerte, licenciado, ah, qué bonita muerte!, hasta la última claridad del corredor.


Guedea, Rogelio. (2006) Chin chin el que no lo crea. En Crónicas del reincidente. México: Universidad De Colima. Pp. 39-41.

No hay comentarios:

Publicar un comentario