En este pueblo ya no hay duendes



Sobre la piedra enorme del patio, el muérdago cobrizo. La ventana de piedra; la córnea gris del mundo.
            Hoy no ha llovido. Las fiestas de San Miguel no han terminado. Tocaba la banda del pueblo y soltaron al toro de artificio; la muchedumbre en tropel corrió a los portales, al atrio de la iglesia; cuando zumbaron los cohetes, el corno y el bajo sonaron, y tronaron los buscapiés remolineando espumas de humo y fuego de resplandor azulíneo a los lados de la plaza.
            Pero el patio está cerrado, y ahí, encima de la piedra, isocrónico, el sapo que degüella el aire al croar cuando le arden las entrañas.
Hay una higuera vieja también, a la que sólo queda un tronco hueco y allí perviven los recuerdos.
Si la memoria no me traiciona, un día de chamaco me dijeron que ahí habitaban unos seres singulares que, guardando mucha similitud con el hombre, no obstante eran más bajitos, de sinuosa barba blanca, y vestían un rojo piyamón con un peculiar gorrito del cual prendían docenas de brillantes cascabeles.
Ésos eran los duendes.
Cada señora que iba al río a lavar su ropa, si llevaba un chicuelo recién nacido, jamás lo dejaba solo.
Si la cabeza es un mundo, ellos pueden perderla al menor motivo.
Y esos seres aviesos, saben causar pavor.
A la orilla del rio, por la ribera, de súbito se escucha entre los tamariscos y las tescalamas el canto invariable del viento cuando remueve las hojas, acompañado de risas y canticos leves.
Ahí están ellos: danzando mientras el chicuelo de pocos meses febrilmente los oye jugando sus manecillas que hilvanan al vacío.
Entonces, a fin de recuperarlo, es preciso volverlo sobre de sí, bocabajo propinarle tres golpes en la planta de los pies, hasta que le brote de nuevo esa mollera —donde se hizo el vacío—, para luego incorporarlo oprimiéndole a dos manos la cabeza.
Nunca se ha sabido por qué estos duendes habitan los troncos huecos de las higueras. Lo cierto es que pueden traer la gracia o el maleficio, porque luchan con fuerzas ocultas que pugnan por la armonía o la hecatombe humanas. Pero han sido funestos y festivos al par.
Juegan sin orden ni decoro. Todavía en lo alto de algunos edificios, sobre el torreón o la almena, hay hombrecillos sonrientes de éstos; estatuillas de embarnecida piedra de polvo antiguo, encurtida por los aguaceros.
Muchos dicen que así son los duendes: cuando roban el espíritu al niño, tanto está más allá del bien y del mal, cuanto es amoral, apócrifo o simplemente estúpido. Mi abuelo igual una vez me dijo que para verlos era necesario conjurarlos a que se reunieran. Bastaba, señaló, con que a uno le advirtieran: “Ponte en paz o va a salir el duende o el diablo; el chamuco”, y allí parecían al instante. Uno los veía, enchinándose la piel con un escozor de miedo, prestos a ejercer el terror o la misericordia, según fuera el caso.
Él me llevaba a misa de seis. Cada que no quería entrar al templo y me dejaba arrastrar, mi abuelo me decía que ya iba a venir el duende. Entonces corría lejos de él. Otra cosa era cada y cuando ganaba una buena calificación, porque aseguraba: “Tiene duende, chico”, y allí estaban ellos, bailoteándome por todos lados.
Pero ahora se perdió la costumbre y ya no se acercan; y no sé si él recurría mucho a la imaginación o al duende, el caso es que entristezco al ver la higuera, pues ya no es lo mismo porque han sucumbido con el tiempo ¿Bajo qué razones? No se sabe. Una vez los vi por esta ventana. Hablar de ellos ahora es locura. En este pueblo ya no hay duendes.
La agresión, 1982  



Serrano Álvarez, Pablo. (1994) Colima en el camino de la literatura. Novela, cuento y poesía (1857-1992). México: Letras de la Republica. (105-106)

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