El abrecartas


Es raro ver a una persona en la iglesia a la hora del calor, pero ahí estaba ella, largueada y de negro. La nave de la iglesia estaba mal iluminada por unos pocos cirios, pero ella avanzó resueltamente, hasta arrodillarse en la primera banca de la fila central, frente al altar.
            —Aquí estoy de nuevo, Dios, como te lo prometí, vengo regularmente. Sabes, Señor, quizá podrías hacerme un descuentito, ¿no? Venir a rezar 387 veces es mucho, ¡y todo para que tú te hagas de la vista gorda conmigo! Además, él ya tenía el alma negra de pecados cuando lo maté, aunque, como ya te dije, fue un accidente.
            “Sabes, Dios mío, deberías mandar a alguien a vigilar las puertas del infierno; hay ánimas que se están escapando, ¿o quizá el diablo les está dando vacaciones? No sé, ¡pero deberías prohibirles que molesten a los vivos!”
            Anoche Ismael fue a la casa; la primera en verlo fue Jacinta, mi hija. Ella llegó a mi habitación y me dijo: ‘mamá, papá está en mi cuarto y quiere hablar contigo’.
            Me asusté y le dije que le dijera que si quería hablar conmigo fuera a verme al cuarto; yo sabía que era imposible, pues había rociado la puerta con agua bendita. ¡Pero él, maleducado como siempre, travesó la pared! Entró y se me quedo mirando, entonces entró Jacinta y me dijo: pregunta que por qué lo mataste. Yo empecé a gritar que era un infiel, mentiroso, que yo no lo había matado y todas esas cosas que solo nosotros tres (él, tú y yo) ya sabemos. Él miró a Jacinta, quien asistió (¡la muy traidora!) y me dijo: dice mi papá que se las vas a pagar. Tú estás loca, eres más culpable que él. Tu negra conciencia te hace inventar cosas. Sabemos que él es inocente.
            Entonces, Ismael se me acercó, me señaló con un dedo inquisidor, pálido, traslúcido y, después, apuntó hacia el objeto que estaba sobre el buró —del escote de su vestido se sacó un afilado abrecartas de plata con mango de marfil—. ¡Es éste, míralo! Sí, es el mismo con el que, en un arranque de furia justificada, lo maté. No sé que quiere él que haga con esto; bueno, sí, si lo sé. Pero no tengo ningún por qué.
            Dios, ¿acaso me lo mandaste tú? Sí, quizá sí, quizá sea que me has perdonado. ¿Me llamas para ir contigo? Sabes que yo soy buena, vengo siempre a misa y doy limosna, generosa por cierto. Sí tú me quieres premiar ¿verdad, Dios? —arrebatadamente se levantó y corrió hacia el altar mayor, levantó el filoso instrumento y calló de hinojos.
            —¡Sea, me uniré al coro de tus ángeles, sí, tú, por mediación de ese maldito infiel, le lo pediste!
            Hasta los ecos que su carcajada demencial levantaron en la iglesia enmudecieron en el momento en que ella, exultante de júbilo tomó impulso en la mano que sostenía el abrecartas.





Ruiz, Bernardo. (2003) El abrecartas. En Antología de la primera generación de la Escuela de Escritores de la SOGEM Colima. Cola de cuija. México: Gobierno del Estado de Colima/ Secretaría de Cultura. Pp. 58-59.

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