X, el escribiente, tenía un problema grave. Uno penoso,
si consideramos su rango entre aquellos que domaban
a la lengua. Grave porque, si bien escribía con lustre y posesión de un
capital lingüístico e imaginativo notable, no podía, empero, leer en voz alta
sus propios textos literarios. En esto influían varios factores: una pésima voz
de barítono congestionado, un tono aburrido a poca distancia de los somníferos,
y la maniaca propensión a limpiarse la nariz a cada rato con los dedos pulgar e
índice en forma de pinza.
Algo sucedía
en él que iba matando línea a línea su propia escritura; en él que había pulido
con esmero cada frase y, amoroso, había limpiado la menor de las imperfecciones
en sus manuscritos. Daba gusto leerlo, pero no escucharlo. Qué lamentable espectáculo
de Medea, ese en que el buen X, escribiente de purismo estilo, leía en voz alta
para un público agobiado. Qué horror atestiguar cómo atentaba contra sus
creaciones, con qué inocencia hundía en el lodo el cuerpo blanco de sus
palabras. Por fin, algún admirador suyo, de notable bondad, le hizo ver al
maestro que era mejor que solo escribiera, y dejara a los demás la tarea de
leer en voz alta sus trabajos. ¿O prefería darles muerte a otros hijitos?
El escribiente,
de este modo, se limpió la nariz por última vez en público, y se encerró —como
asienta la historia literaria— a vivir única e inteligentemente en su
escritura.
Sánchez, Ada Aurora (2014) Esas cosas que pasan. En Todo libro es una liebre. México:
Puertabierta Editores. Pp. 18-19.
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