No recuerdo que día vi a unos albañiles construyendo
una especie de torrecilla en la glorieta del Costeño. Primero atisbé que se
trataría de una escultura en honor a Poseidón, pues no dejaría de ser un buen
entremés para los turistas que fueran al mar de Manzanillo. Después pensé que
colocarían la figura de un personaje ilustre de las playas colimenses, algún
adalid en la pesca de marlín o algún naufrago que hubiese sobrevivido a los
huracanes más terribles. Luego creí que al menos podría tratarse de un hombre
de ciencia, de un gran educador o de un prestigiado poeta que hubiese gastado
su vida en desentrañar los secretos de las olas o el lenguaje de las gaviotas.
Todas mis sospechas fueron fallidas. El domingo pasado que venía de un breve
viaje a Tecomán, no solo vi terminada la mencionada torrecilla sino que también
vi la escultura que estaba sobre ella. Entonces me sobrevino la angustia y el
coraje. No podía creerlo. Al ingenioso responsable de dicha labor no se le
ocurrió otra cosa que colocar a un guerrillero montado en un caballo. Por las
carrilleras y el enorme bigote del jinete, intuí que se trataba de Emiliano
Zapata, pero por el tamaño del hombrecillo y los rasgos faciales pensé que tal
vez sería Armando Manzanero o Chucho el Roto. O quizá se trataba de Agustín
Lara o Álvaro Carrillo. No, me dije, ninguno de los anteriores fue aficionado a
la charrería. Entonces enliste a todos los que tuvieran que ver con este oficio.
Por la complexión seguro que no se trataba ni de Pancho Villa ni mucho menos de
Cástulo Herrera, tampoco de Toribio Ortega o de Pascual Orozco. Busqué entre
los guerrilleros de la Revolución alguno que hubiese padecido de enanismo, pero
hasta donde me enteré la mayoría tuvo grandes espaldas y brazos fuertes.
Además, las proporciones del caballito tampoco me ayudaban mucho, parecía un
poni inglés y no uno de esos alazanes vigorosos tan al gusto de los
revolucionarios. Aun en la casa yo seguía en mi empeño. Trate de buscar al
escultor de dicha obra para que de una buena vez me sacara del pozo y me dijera
de quien se trataba, o al menos a que revolucionario pretendió escultorizar,
pero todo fue inútil otra vez. Entonces volví a enlistar; releí no solo la
historia de la Revolución Mexicana sino también la de la francesa y la rusa.
Estudié toda las nuevas y viejas corrientes porque consideré que a lo mejor mi
formación escultórica era deficiente. Y nada. Aun no tenía elementos
suficientes para poder descifrar quien era el jinete de la glorieta del
Costeño. Un poco antes de las dos de la madrugada me levanté exasperado,
sudoroso, debido a la pesadilla producida ni más ni menos que por el
archimentado jinete. Fui al baño para ver que sucedía y, mientras esperaba la
desgracia, me llegó como una especie de iluminación. Aproveché el torrente de
luz que me inundaba y me di unas palabras de consuelo: ya, ya, seguro se trata
el nieto de Emiliano Zapata, cómo no. Y aunque la idea aún me zumba en la
cabeza, al menos ya puedo dormir tranquilo.
Guedea, Rogelio. (2006) El nieto del ilustre revolucionario. En Crónicas del reincidente. México:
Universidad De Colima. Pp. 54-55
No hay comentarios:
Publicar un comentario