I
Entre
los recuerdos de mi niñez, guardo uno bastante vívido referente a un riquísimo
hacendado de Zapotlán.
Todo él es legendario.
Y es que en torno de la riqueza, el
pueblo gusta de forjar leyendas, del mismo modo que las forja en torno de un
sombrío torrente, de una misteriosa gruta, de una escondida laguna. De un
valiente aventurero o de un generoso capitán de ladrones. La historia no es más
que la leyenda despojada de lo misterioso y pintoresco. La leyenda, tan
despreciada en un tiempo por los historiadores, ha recuperado en los tiempos
modernos su antiguo prestigio, y hoy reclama su puesto como origen o madre de
la historia.
Pues bien, cuando yo era un rapaz,
gustando mucho de los cuentos y de las relaciones fantásticas (y en esto era yo
como todos los niños), oí hablar mucho de un rico hacendado de Zapotlán,
apellidado Manzano. Nunca supe su nombre de pila. Es seguro que hoy existen
descendientes suyos.
Aseguraban
las versiones vernáculas que era riquísimo, inmensamente rico. Pero no se
atribuía su riqueza a su genio emprendedor, a su enérgico carácter, a sus
hábitos de orden y de economía, a su talento y a su claro conocimiento de los
negocios, etcétera.
No.
La gente creía que tenía un
familiar.
Un día pregunté qué cosa era un
familiar.
—Un
familiar — me dijo una grave señora — es un pequeño animal, apenas del tamaño
de un cuyo, y muy parecido a él. Tiene los ojos muy grandes, dado el tamaño de
su cuerpo, tan grande como unos tostones, si el animal es blanco-, y tan grande
como medias onzas de oro, si es amarillo, y en ambos casos con el brillo del
propio metal. Los hay, pues, blancos y amarillos. Nadie los ve más que el
dueño, y siempre están encerrados en cofres. Dicen que si les da la luz del sol
se deshacen y evaporan.
—¿Pero
en que consiste que esos animales dan riqueza?
—¡Ah!
Pues ponen como las gallinas, solo que ellos no ponen huevos, sino pesos u
onzas de oro recién acuñadas. Pero no creas que un peso o una onza al día, sino
chorros de onzas o de pesos todos los días…
—¡Oh!
¡Yo quisiera tener uno, aunque fuera blanco!
—¡Cállate,
niño! ¡Solo los da el diablo!
— ¿Cómo?
— A
cambio del ala de quien los pide.
— ¿Luego
ese rico Manzano…?
— Le
vendió el alma al diablo.
— ¿Y…?
— ¡Está
condenado!
II
Ya
adolescente, me contaron que había en Sayula una casona antigua, abandonada por
sus dueños, en virtud de que en ella asustaban…
Habían pasado por ella muchas
familias que habían intentado habitarla. Y todas se habían ido de allí
aterrorizadas.
No había ya quien la alquilara.
Y llego un tiempo en que nadie
quería vivir en ella ni de balde.
La casona inspirada miedo hasta por
fuera. Su ancho zaguán permanecía constantemente cerrado; sus ventanas ya desvencijadas
permitían ver al interior de unas piezas húmedas, sucias y oscuras, por donde
la gente se imaginaba que transitaban fantasmas blancos o frailes vestidos de
negro. Por sobre las altas tapias del corral o de la huerta, surgían viejos y
altos árboles, contribuyendo a hacer más sombrío el interior de aquella
siniestra mansión.
Contábase que un pobre zapatero
remendón, no hallando donde meterse, pidió permiso de instalarse con su mujer
en la fatídica y lúgubre casona, lo cual le fue concedido fácilmente por sus
dueños, los cuales deseaban que, al menos, aquella propiedad se conservase.
El tal zapatero era de alma fuerte.
Decía que no le tenía miedo ni al diablo mismo.
Sin embargo, la gente, creía que
aquel dicho era solo una balandronada, esperaba, con el fundamento de la
tradición, que antes de los ocho días saldría de la casona, más muerto que
vivo, como habían salido todos los que habían pretendido vivir allí. Y se
sorprendían de verlo diariamente en el ancho zaguán, sujetando con el tirapié el
zapato que remendaba, golpeándole los tacones o las plantas con su incansable
martillo y cantando alegremente.
—Maestro
— le preguntaban —, ¿Qué tal?
—Buen
tal. Ya sé por qué me lo pregunta. Aquí no pasa nada.
—¿Nada?
Pues todo el mundo dice que aquí asustan.
—A
eso vine a que me asustaran. Pero hasta los fantasmas saben quiénes son
valientes y quiénes son cobardes. Tengo un gran deseo de verlos. Y si tienen
dinero enterrado, vengo a que me digan dónde está. Quiero salir de pobre. Pero
como le digo: aquí no pasa nada.
—¿Y
luego son puras habladurías...?
—Yo no sé si serán. Pero aquí, hasta ahora, no
ha pasado nada. De noche y de día ando por todas partes, diciendo: “¡Muertos!,
¿en dónde están que no los veo?” Y todo inútilmente. ¡Nadie responde! Ya le digo:
aquí no pasa nada.
Su
interlocutor se mostraba contrariado.
—¿Luego
el fraile que dicen que sale junto al brocal del pozo y se pierde entre los
duraznos…?
—Pues
no ha salido. Ha de estar cansado.
—¿Y
la mujer vestida de blanco, a manera de monja, que se pasea por los corredores
rezando su rosario…?
—Tampoco.
Tal vez se resfrió en alguna de las noches pasadas, y tiene catarro.
—Hombre
no se burle usted. En cosa seria.
—Hablo
en serio.
—Bueno.
¿Y la calavera de ojos centellantes que camina a brincos por las habitaciones?
—¡Nada,
hombre, nada!
—¿Y…?
¿Y la mula prieta de ojos de lumbre que tira patadas?
—¡Tampoco,
hombre! Ya le digo que aquí no pasa nada. ¡Nunca he vivido en una casa más
quieta y callada que esta!
III
Mas
una noche el zapatero soñó que un fraile negro, con su espeso capuchón sobre el
rostro, se acercó al pobre petate en que dormía con su mujer. Por largo rato el
fraile permaneció mudo e inmóvil, como pensativo e indeciso. O quizá rezaba. El
zapatero esperaba que algo dijera; más al ver que nada decía, iba a
interrogarlo, cuando de entre el capuchón salió una voz ronca y fría que
pronuncio claramente estas palabras:
—¡Manzano
te hará rico! ¡Ve con el!
Y
desapareció.
El
zapatero era madrugador. Aún estaba oscura la mañana, cuando despertó
recordando el sueño en todos sus detalles.
—¡Vieja,
vieja! ¡Levántate!
—¿Eh?
¿Qué dices?
—Que
te levantes. Quiero que me eches unas gordas, su marido le platicaba del sueño.
—¡Ay
viejo! —le decía ella— ¡Cuánto temo que eches tu viaje de balde!
—¿Por
qué lo he de echar? Yo creo que este es un aviso de Dios. Ten fe.
—Quiero
tenerla. ¿Te parece poco que salgamos de pobres? ¡Dios quiera que sea cierto!
Pero…
—¿Pero
qué, mujer?
—¡Manzano
no es capaz de darla agua al gallo de la pasión!
—Pos
vamos a ver. En último caso, nada perdemos. Solo echaré de balde mis patadas
por el camino.
IV
El
sol salía cuando nuestro zapatero iba ya de marcha. Movía con ardor sus
piernas. Hasta se sentía más joven. Y cantaba saludando a la aurora, como la
saludaban los gallos y los pájaros.
Llegó
a Zapotlán y se dirigió derecho a la casa de Manzano, preguntando por él.
—Se
fue al campo. Si quiere esperarlo, espérelo.
El
que así le respondía, examinó al recién llegado de pies a cabeza, no encontrándole
trazas de gañan.
—¿Se
puede saber para qué quiere usted al señor Manzano? — le preguntó.
—Es
un negocio particular entre él y yo.
—¿Quiere
usted trabajar en el campo?
—No
lo sé todavía. Ya le dije que mi negocio es enteramente particular con el señor
Manzano.
—Es
que tardará mucho.
—No
le hace. Esperaré pacientemente hasta que venga.
Y
sentándose en una banquita que estaba en un rincón, saco de su morral unas
gordas y se puso a comerlas filosóficamente.
Muy
de tarde ya, casi de noche, llegó el riquísimo hacendado. Desmonto de su mula y
entro en la estancia haciendo resonar sus espuelas en el pavimento.
—Aquí
hay un hombre — le dijeron — que se empeña en hablar con usted.
—¿Qué
quieres, muchacho? — dijo el rico dirigiéndose al zapatero—. ¿Vienes a buscar
trabajo?
—No,
señor: a otra cosa vengo con su mercé.
—Es
raro, porque aquí todos vienen a pedirme trabajo. Dinero ya saben que no lo doy
nunca.
—Pues
para que a usted le parezca más rara mi venida, le diré que a algo por el
estilo vengo, aunque no estoy seguro de si yo le vengo a pedir dinero o no y
usted tenga que dármelo; usted sabrá el modo de que yo lo tenga. Ya verá.
—No
te entiendo ni jota de lo que dices.
—Ahorita
me va entender. Anoche soñé que un fraile negro me decía: “Manzano te hará
rico. ¡Ve con él!”
—¿Y
has venido…?
—A
que usted me haga rico. Usted sabrá el modo.
El
hacendado lanzó una ruidosa carcajada y se paseó por la estancia tosiendo y
riendo.
—¡Eres
chistoso, hombre!
Y
no dejaba de reír, atacado a la vez de tos y risa. Luego deteniéndose frente a
frente del zapatero, hablo entre risas y veras:
—Si
a sueños vamos, yo también puedo aumentar mi riqueza yendo a Sayula. Pues has de
saber que anoche soñé que una mujer vestida de blanco, a modo de monja, me
llevó a Sayula y me metió en una casona del pueblo, de ancho zaguán, con las
ventanas ya casi cayéndose, con grandes árboles en su corral y huerta, y, por
más señas, habitada por un zapatero y su mujer. La monja me condujo a la
huerta, y me dijo: “Allí entre aquellos duraznos viejos que están junto al pozo,
hay enterrado un tesoro”. Ya ves, pues, que yo también he soñado riquezas. Pero
como no soy tan simple como tú, no hago viajes a Sayula movido por semejantes
patrañas…
A
medida que hablaba el hacendado, el zapatero iba sintiendo que todo su interior
se iluminaba.
—Con
que… ¿entre dos duraznos viejos que están junto al pozo?
—¡Si,
hombre! Las señas no pueden ser más claras.
—Gracias
señor Manzano. ¡Adiós!
V
Cuando
el zapatero llego a su casa dijo a su mujer:
—¡Vieja, parece que la voz del fraile
fue siempre aviso de Dios!
Y le contó el sueño de Manzano.
Ambos se pusieron a escarbar con
ardor entre los dos duraznos viejos que estaban cerca del pozo, por donde decía
la voz vernácula que andaba penando el fraile negro.
Y dieron con un cajón todo lleno de
onzas de oro.
Los dos sueños de habían completado;
¡Manzano había hecho rico al pobre zapatero!
(2007) En Colección el rapidín, pa´leerse como de rayo. México: Universidad de Colima.
Me parece uno de los cuentos de Gregorio Torres Quintero más increíble, incluso leí por ahí, que Borges tiene una historia similar y que hay un texto, supongo anterior a Torres Quintero, que trata el mismo tema...
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