Cuando
algo toca otra cosa, suena. El contacto del aire con los árboles, el agua en la
cascada contra el agua o las piedras; el viento que brota de la garganta,
precipitándose; los dedos rasgando la guitarra. Todo suena al contacto con otra
cosa, y de ahí surge el ruido, una leve manifestación de sonido, una
exclamación articulada, un gritito o la voz madura del viento sobre la parota.
La lluvia,
por ejemplo, es un conocido concierto de timbales. No podría ser un blues: es
puro jazz monocorde. Repica por allá la gota en el metal y se responde otra
gota en madera. Lo que se acerca al blues es el sonido del ferrocarril junto al
mar. Uno se para ahí y a la derecha cruzan los vagones y por la izquierda el
golpe de las olas, y estar oyendo la voz púrpura de negro en Nueva Orleáns. Que
un pájaro venga, que alguien sea el sonido agudo y caliente de una pianola o
una guitarra eléctrica.
Si al contacto surge el ruido con el silencio sucede
lo contrario. El desprendimiento es otra forma, silenciosa, del sonido. Cuando el
hombre toca algo, lo alcanza, no es más que la exclamación gozosa que a veces
lo deja pasmado: de ahí se puede ver la expresión del futbolista al anotar un
gol. Pero cuando el hombre se desprende de algo, cuando descubre el significado
de la ausencia, el sonido proviene de entidades más extrañas, profundas y
remotas. ¿Qué se escucha en el hombre trastornado? Pura furia o su
desencadenamiento. La saudade y el fado lo entonaba las mujeres lusitanas al
ver partir a su amado sobre el mar: era el laúd o la lira de Lidia. Amaba tanto
a su hombre que antes que de dejarlo partir, decidió arrancarle venas y
arterias y fabricar con ellas una guitarra.
Ruiz, Bernardo. (2003) Apostillas a la misión de Huan
Yu. En Antología de la primera generación
de la Escuela de Escritores de la SOGEM Colima. Cola de cuija. México:
Gobierno del Estado de Colima/ Secretaría de Cultura. Pp. 144.
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