Extrañas amistades



A falta de asientos en el Aeropuerto de la Ciudad de México, tomé la decisión de meterme en un bar, pedir una limonada y, de este modo, esperar la salida de mi vuelo. Eran las cinco de la tarde y, como faltaban más de tres horas para abordar, decidí beberme pasito a paso la tonificante infusión, al tiempo que leía los disparatados articuentos del escritor español José Juan Millás.
            Fue mientras saboreaba el del niño que se avergonzaba de ser hijo biológico (claro, en España ahora lo común y natural es ser hijo adoptivo), cuando una mujer de piel blanca y labios delgados se acercó a mi mesa y me dijo: pero que alegría encontrarte, Rogelio. Levante la mirada rápidamente, busqué en la memoria el rostro de esa mujer, me detuve en uno que casi coincidía con el suyo y, sin titubear (ya habría tiempo de corroborar los rasgos, los matices), le contesté: que alegría la mía, mujer, cómo has estado.
            Adelanté una silla y le pedí que se sentará. ¿Algo de beber?, le pregunté. Un refresco, dijo. No, mejor una naranjada. Luego, y como si no lo hubiese dejado claro o como si quisiera que no lo olvidaran, me dijo: qué alegría encontrarte, Rogelio. Cuando te vi, pensé: como es la vida, si hace nada estuvimos juntos en la escuela. ¿Se siguen frecuentando tú y Ana Cecilia? Busqué en la memoria alguna mujer de nombre Ana Cecilia que yo hubiera tenido la costumbre de frecuentar, la encontré por allá en el bachillerato o la secundaria, y dije: pues ya no, fíjate, creo que ella se casó o algo así, y se fue a vivir a… no sé, te mentiría si te digo a dónde. No cambias, Rogelio, sigues igual de despistado. Y, por cierto, ¿todavía cantas? Sí, le dije, aunque ya no tanto, lo cual lamento mucho. Lo entiendo, claro, el trabajo, la familia, en fin.
            La mujer, cuyo nombre aún desconocía (y a esas alturas de la conversación ya no pensaba preguntárselo), me dijo de pronto: tú a mí me gustabas, fíjate. A veces me quedaba a la vuelta de la escuela, justo al lado del puesto de jugos de doña Estela, porque me gustaba ir a casa acompañada de ti. ¿Te acuerdas cuando mi madre no dejó que te fueras sin comer y la Fanny te ladraba como una loca? Sí, dije sin querer.
            Poco antes de la hora que tenía para abordar, le pregunté si seguía viviendo en donde mismo. Sí, contestó, pero después agregó: aunque Nuevo Laredo ya es otro, lamentablemente. Entonces la besé en la mejilla y la abracé fuertemente al despedirme, aun cuando yo en mi vida hubiese siquiera puesto un pie en aquella ciudad.




Guedea, Rogelio. (2003) Extrañas amistades. En Al vuelo. México: Mantis Editoriales. Pp. 29-30.

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