El
día de su primera comunión, por la mañana, el niño le promete al Cristo de la
Caña que será un buen hombre, que vivirá apartado de los vicios y rezará
siempre antes de comer. Promete no ser un borracho perdido. Le ofrece al Cristo
coronado de espinas, al Cristo de Quesería, una vida limpia, justa, santificar
los domingos y ceder el rincón de las aceras a los viejitos.
De rodillas, otros niños del mismo
colegio, con la camisa blanca y el pantalón azul, de corbata, prometen en voz
alta respetar los mandamientos de nuestra madre Iglesia y no torcer jamás el
rumbo de sus pasos. Con el alma limpia luego de confesar sus pecados, los niños
comulgan, rezan un padre nuestro por sus papás, por el Papa y por las misiones
en África.
Una vez que han comido el cuerpo de
Cristo, los niños se callan unos minutos para hablar personalmente con Dios.
El niño mira de reojo el rostro mal
afeitado del sacerdote, sus ojeras, y una ola de tristeza le nubla los ojos. En
una de las bancas cercanas al altar aguarda su mamá con l expresión de pena y
un jugo de piña Jumex que le compró de regalo. El sacerdote habla del júbilo
religioso, de la dicha que inunda el espíritu una vez que abrimos las puertas
del corazón a Jesucristo. Pero el niño naufraga en una tristeza que no
entiende, en una nostalgia que le llega de lejos y que por momentos lo lleva a
otra parte.
Mira los rayos de sol que caen al
piso desde los ventanales, la sangre que brota del cuerpo de Jesús, y no
entiende qué hace allí. Le dan pena sus zapatos rotos, el pantalón que le
aprieta. Le duelen sus rodillas de tanto estar hincado y quiere llorar, vuelve
de nuevo a casa para meterse bajo la cama, su refugio, entrar en ese mundo
donde no existe el dolor y todo tiene sentido.
Cuando la misa termina, los niños corren
a formarse en las gradas del atrio para que les tomen fotos con el cirio y el
Nuevo Testamento en las manos, menos él. Los papas de esos niños los abrazan y,
entre risas y gritos, organizan el viaje en auto hacia el sitio donde será la
fiesta.
El
niño sigue con la mirada el alboroto de las palomas que habitan en el
campanario del templo. Después se aleja con su mamá por una callecita empinada.
Los dos caminan en silencio. Una vez lejos del templo, la medre le informa que
llegando a casa tiene que ponerse otra ropa porque quiere que le haga unos
mandados.
Aun no le da su jugo de piña.
Vega
Aguayo, Jorge. (2005) El balón. En De princesas,
dragones y otras indecencias. México: Secretaria de Cultura del Gobierno de
Colima. (73-76)
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