Los caminos del Jordán (Primera parte)


I
Toda la noche vi ese fuego encendido. Esa zarza ardiendo
en medio de la blanca arena del desierto;
errabundos, mis pasos te buscaban, señor,
como la primera ola de la historia
en aquella playa desierta,
como si fuese la única ave
sobreviviente del ultimo Diluvio
que intentaba volar con las alas congeladas.
Así caminé con los brazos en alto,
Deseando encontrar tu inequívoca señal
en la noche densa;
perdido. Señor, de la huella
imborrable que tu pie desnudo
dejó sobre los caminos del Jordán.
Toda la noche vi ese fuego encendido,
y no me daba cuenta
que el fuego eras tú, señor,
que has estado a mi lado
y que siempre te he llevado como una pequeña porción
iluminada en el centro de mi corazón.


II
Bajo la tibia sombra de tu manto
crece mi fe como un inmenso árbol,
y la dicha de verte es por tanto
alivio para mi alma derrotada.
Llévame de la mano hasta tu fronda,
Señor, permite que mi llanto
pueda enjuagar tu presencia amada.
Y sólo esto te pido: cúbreme
con la nítida luz de tu mirada.


III
Te he buscado por años, por siglos, por milenios; y siempre anduve errabundo y en el lugar equivocado. Mis pies se llenaron de polvo de todos los caminos y sentía que mi desesperada búsqueda siempre resulta infructuosa. Traspuse poderosas murallas, hinqué mis sangrantes rodillas de peregrino sobre los pulcros pisos de mármol de hermosos templos; quedé arrobado y sin aliento, en éxtasis místico y ultraterreno ante miles de altares de granito, pero yo sentía que faltaba algo en mi corazón, que un vacío inmenso era mi interior; te buscaba, Señor, por todas partes, como una última posibilidad, como el pescador que tira al mar su red definitiva; y busca tu nombre, siquiera tu voz incomprensible, de trueno o de relámpago; o de mansa calma, de lluvia menuda sobe un valle sereno y vegetal.
            Y ahora, al escuchar el canto solitario de un grillo en la inmensa noche supe que siempre has estado allí en las pequeñas y grandes cosas del mundo y de mi vida.


IV
Perdido de ti, Señor,
he vagado sin tiempo y sin veleta,
y aunque en mi alma hay un rubor,   
pecado que cometa
el último será, más no mi meta.

Y no me culpes, Señor,
que esta debilidad de mi extravío
es invisible rumor
en la cresta de un río.
Sé que me ves, perdona mi desvarío.


V
Por esa rendija, por esa hendidura,
el ojo del tiempo
derrama una luz verdosa
sobre las yeguas del silencio.

Desde el corazón de la noche
viene Dios con una linterna en la mano.

(Un rumor de pájaros en tropel
le acompaña en su lento vuelo).


VI
Antes del relámpago: Dios.
Después del relámpago: Dios.
Y todas las cosas.


VII
No se mueve el ala del ave
sin la voluntad de Dios.


VIII
Te doy gracias, Señor,
porque hay luz
sobre las piedras de todos los caminos
y canta la alondra en la rama del árbol.
Por el pan y la fruta que me como
y por el agua que canta en el arroyo.




Rodríguez, Efrén. (1998) Los caminos del Jordán. México: Praxis.

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