Mi tierra tiene un sabor, un olor, una superficie y
unas imágenes que expresan tal desmesura que cualquiera que se acerca a ella se
enamora aún más de su propia existencia.
En el barrio de la Salud las tardes son placenteras
porque siempre los vecinos tienen nuevas historias para contar. Las historias
de ayer platicadas hoy son más sabrosas.
Me iba a la Huerta de Álvarez a comer mangos y
guamúchiles. Ahí conocí palabras sin asidero que todavía me asombran.
A mí me tocaba ir a todas las tardes a comprar el pan
con los Del Toro en la calle 5 de mayo. Me gustaba mucho entrar hasta donde
estaba el horno y oler el pan recién salido. Desde entonces entendí que los
placeres no son tan rebuscados.
¿Qué hay de comer?, preguntaban en casa de mi tía
Gertrudis. Venado cola blanca, respondían. Todos se quedaban a comer. Hasta las
últimas palabras de la sobremesa eran una verdadera delicia.
Íbamos a cazar armadillos y los traíamos a la playa
para asarlos. Carne sabrosa que desapareció de nuestros paladares. Recuerdos
que se vuelven apetitosos.
Demasiados privilegios tenemos los colimenses. Todo
está a la mano, un volcán, un mar, unas palmeras, un cielo azul, unas pitayas,
la desmesura, con todas las ilusiones que desencadenan.
Blanco Figueroa, Francisco. (2006) Elogios a Colima. México: Universidad de Colima.
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