Desde
lo alto de la cordillera, mientras bajaban a San Gabriel por la carretera
estatal, vieron como el Maverik se salía del asfalto y daba una, dos y hasta
cinco vueltas para luego detenerse en el fondo de la barranca.
—Va
a explotar, dijo uno de los muchachos. Viajaban en una estaquitas Nisán al lado
de un sacerdote, admirador rendido de Juan Rulfo.
Antes del accidente el sacerdote, al
volante, citaba de memoria: “San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío”.
Era por la mañana, poco después de las ocho. El sol, suave, poco a poco descubría,
montaña abajo, la resequedad del valle.
Silencio. Solo se escuchaba el
ronroneo de la camionetita nueva.
Entonces vieron el accidente, el
Maverik que caía al fondo del barranco.
—No creo que explote, dijo el otro
muchacho. Eso solo pasa en las películas gringas.
Se
detuvieron, sin apagar el motor en la curva desde la que cayó el Maverik. En eso
vieron asomar el rostro sangrante y encendido de un hombre. Traía las ropas
sucias de tierra, de sangre, y los cabellos erizados.
—¿Venias solo?, preguntó uno de los
muchachos, el más delgado, bajándose de la camioneta. Al muchacho le
impresionaron los ojos del hombre, encendidos, como si viera otra realidad. Hombre
nimbado. Un aura luminosa rodea su cuerpo haciéndolo parecer más fuerte,
inaprensible.
El otro muchacho abrió la puerta
para dejarlo entrar.
—Que se vaya atrás, ordenó el
sacerdote. Luego dijo, más abajo: no quiero que manche los asientos de sangre.
Los muchachos bajaron de la
camioneta y le dijeron al hombre que subiera con ellos a la parte trasera.
—¿Te sientes bien?, preguntó el
muchacho delgado.
El hombre solo repetía: “no me paso
nada. Nada”.
Al llegar a San Gabriel preguntaron
por el hospital. Más allá decía la gente. A la vuelta. Dos cuadras adelante. Durante
el camino, rodeados por el sol, por el silencio de las barrancas, los muchachos
habían querido saber más del hombre, pero no lograron alcanzar el centro de sus
pensamientos, su eje.
El hombre veía lejos, al otro lado
de los cerros. No sangraba, no se quejaba.
El muchacho delgado odio al
sacerdote. Su egoísmo. Lego ya no. A esa edad los odios no logan echar raíces. El
sobreviviente del Maverik, con su actitud, movió su corazón hacia otras
regiones; le hizo ver, por instantes, que el mundo está formado por capas, como
una cebolla.
Dejaron al hombre fuera del
hospital. El muchacho delgado vio cómo se alejaba confundiéndose con la gente
que se dirigía al trabajo, a la tienda, a la escuela, al pan. Lo vio entrar al
mundo de todos los días como río que entra al mar y por un momento quiso ser
él, estar más allá de su vida de estudiante. La mañana le pareció tan hermosa,
como un sol tan limpio, que le dieron ganas de llorar.
—Dicen que Rulfo nació en San
Gabriel, comentó el sacerdote, lejos, en su mundo de citas y palabras restadas.
Pero yo sé que nació en Apulco.
Vega
Aguayo, Jorge. (2005) El balón. En De princesas,
dragones y otras indecencias. México: Secretaria de Cultura del Gobierno de
Colima. (77-80)
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